Durante gran parte de su historia, las economías del sudeste asiático fueron principalmente rurales. Después de la Segunda Guerra Mundial, cerca del 80 % de la población vivía del campo y dependía directamente de la agricultura. Pero en las últimas décadas, esta realidad ha cambiado por completo.
Gracias al impulso del crecimiento económico de China, la región ha experimentado un desarrollo impresionante que ha transformado sus sociedades y paisajes. Entre los países que más destacan se encuentran Taiwán, Corea del Sur, Singapur y Hong Kong, conocidos en todo el mundo como los Cuatro Tigres Asiáticos o, de forma más poética, los Cuatro Dragones Dormidos.
Hoy vamos a centrarnos en uno de ellos: Singapur. Un pequeño territorio que, en apenas unas décadas, pasó de ser un modesto puerto comercial a convertirse en una de las economías más dinámicas, innovadoras y prósperas del planeta.
Singapur fue una colonia británica desde 1819, y no fue hasta 1959 cuando logró su independencia. Poco después, se integró en la Federación de Malasia, aunque esta unión resultó breve y conflictiva. Las tensiones políticas y económicas, sumadas a la influencia de las autoridades chinas —que en ese momento vivían su propio proceso de transformación, llevaron finalmente a que Singapur se separara de la federación y se convirtiera en un estado independiente.
A partir de ese momento, el país inició un proceso de desarrollo vertiginoso. Su éxito se basó en varias medidas clave: la integración de los sindicatos en los órganos de gobierno para reducir los conflictos laborales, una política de incentivos fiscales destinada a atraer grandes multinacionales extranjeras, y una profunda reforma educativa que transformó el sistema de enseñanza en todos sus niveles.
Gracias a estas estrategias, Singapur pasó en pocas décadas de ser una pequeña colonia portuaria a convertirse en un centro industrial y financiero de primer nivel, reconocido en todo el mundo por su innovación, su estabilidad y su mano de obra altamente cualificada.
